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domingo, 9 de diciembre de 2012

El realismo mágico de María Blanchard


Volvemos a la exposición antológica que el Museo Reina Sofía dedica a María Blanchard. Hace unos días os mostraba algunos cuadros representativos de su época cubista, ya instalada en Montparnasse, exponiendo en la galería L'Effort Modern junto a las primeras figuras del movimiento. Pero su inquietud artística, su afán por indagar en nuevos lenguajes pictóricos no le permite detenerse ahí y a comienzo de los años veinte, como otros tantos pintores cubistas del momento, dirige su atención hacia el realismo.














No se trata de volver a la ortodoxia, nada más lejos, aunque sí se adivina un repliegue hacia el ámbito de lo privado, un retorno a la intimidad, un cierto orden. Aquí es donde su pintura adquiere su plenitud y una personalidad inconfundible.















Su paleta sigue prefiriendo la sobriedad y la contención. No hay estridencias en su pintura; sí ese poso de tristeza, una dulce melancolía que impregna figuras y atmósferas. Algo que flota en la luz, que se adivina al fondo de las miradas, algo profundamente conmovedor. También en esta selección de cuadros que os ofrezco he querido respetar el orden cronológico en el que se exponen en las salas del museo. Abro el comentario con Bodegón con juguetes, firmado en 1920, año en el que también pinta El borracho, más abajo a la izquierda. De 1923 y 1924 son Los dos huérfanos, La toilette y El niño del helado, así como El niño del canotier y La echadora de cartas que os muestro bajo estas líneas.












Pese a su regreso al realismo, como podéis observar, Blanchard no reniega del cubismo, cuyo sentido estructural se percibe en toda su obra. Y pese a que se decanta por escenas de la vida cotidiana, en todos sus cuadros flota un halo de irrealidad. Esos rostros que se repiten tan a menudo, de suaves facciones, algo tristes.
















Sobre estas líneas, La cocinera, firmada en 1924, y Madre y niño, de 1925. Y abajo un delicioso pastel, La convaleciente, pintada entre 1925 y 1926. En 1927 la pintora sufre una crisis de espiritualidad y vuelve a la práctica católica. Entonces, como podemos ver en el cuadro con el que cierro el comentario, La niña dormida, pintado entre 1928 y 1930, su pintura se vuelve más traslúcida, pierde consistencia, los objetos parecen temblar y los rasgos deshacerse.















No dejéis pasar esta exposición. La figura de María Blanchard, su honestidad artística y la manera como vuelca no solo su talento sino también el corazón en su pintura bien lo merece.

2 comentarios:

  1. Me gusta mucho mas esta etapa que la cubista, Sol. Es mas humana. Gracias por tus sabias enseñanzas. Un fuerte abrazo.

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  2. Es todo sensibilidad, David, una mujer con un enorme talento y una obra muy personal, no suficientemente valorada en su época. Me encanta que te guste. Un abrazo muy fuerte

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