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jueves, 2 de septiembre de 2010

Mi envidia


Caminan lentamente por la orilla, uno junto al otro, en silencio. Les distingo a lo lejos, son inconfundibles. Rondarán los setenta y cinco años, quizá los ochenta. Ambos están extremadamente delgados. La carne les cuelga flácida, la piel despegada, un mapamundi de arrugas, los huesos de las caderas, las rodillas y los hombros sobresalen tanto que parecen herir la piel. Hace varios días que les observo en sus paseos por la playa, pero conservan un blanco sin mácula. Él se toca con un gorrete en forma de casco azul eléctrico y unos bermudas parecen flotar sobre sus caderas. Me fijo en sus pies, largos, estrechos, blanquísimos. Ella cubre sus canas rizosas con un sombrerito de ala corta, de algodón blanco. Viste un biquini amarillo y negro, de estampado atrevido, dos piezas grandes que sólo dejan al descubierto parte de su estómago.

Les encuentro cuando doy mi paseo a primera hora de la mañana, antes de que la playa se llene de bañistas, y vuelvo a adelantarles a la vuelta. Hoy, por primera vez, les he sorprendido hablando animadamente, parados en la orilla. Cuando llegué a su altura ella le quitaba con dos dedos algo que él tenía en la mejilla y él se reía mostrando una perfecta hilera de dientes postizos. Les envidié.

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