!!! Bienvenido ¡¡¡

Gracias por entrar. Antes de irte, echa un vistazo y comparte con nosotros. Nos interesa conocer todo lo que quieras compartir. ¿Has hecho algún descubrimiento deslumbrante? ¿Una película, un poema, un cuadro, un disco? ¿Una ciudad, un paisaje? Ábrenos una ventana y nos asomaremos.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Amado Nervo a Ana Cecilia Dailliez, La amada inmóvil


Va a hacer un mes, un mes solamente y, sin embargo, en esos treinta días, en esos treinta relámpagos, he llorado más lágrimas que estrellas visibles tiene la noche. Va a hacer un mes, y en esos treinta relámpagos he acumulado tal cantidad de dolor, que me parece que todos mis males pasados y que todos mis males posibles se dieron cita para invadir y llenar mi espíritu, a fin de que no quedase en él un solo hueco que no fuese angustia. Va a hacer un mes que, se extinguió blandamente Ana Cecilia Luisa Dailliez, mujer excepcional por su gracia, su bondad y la persistencia extraordinaria de su ternura, a quien conocí en París en una noche en que mi alma estaba muy sola y muy triste, la noche del 31 de agosto de 1901, y con quien viví desde entonces en la más cordial y noble de las compañías hasta el 7 de enero de 1912, en que murió en mis brazos. Esta muerte ha sido la amputación más dolorosa de mí mismo. Un hacha invisible me ha dado un hachazo en mitad del corazón. Los dos pedazos de la entraña quedaron ahí trémulos, entre borbotones de sangre. Luego uno de ellos fue arrebatado por el brazo omnipotente de la muerte y otro, el otro, mísero, siguió latiendo, latiendo… La tremenda rudeza del golpe no pudo apagar el ritmo de la vida… ¡Siguió latiendo, si, la triste entraña mutilada; siguió latiendo entre los coágulos obscuros, y late todavía! Veintiún días duró la enfermedad de Ana; veintiún días que fueron necesarios para poder clavarme en la conciencia la convicción de que iba a morir. Esta convicción era de tal suerte desmesurada para mis fuerzas, que hoy mismo, a pesar de todas las evidencias, me rebelo a veces contra ella, y entonces a mi soledad se une la más impotente de las desesperaciones. El domingo 17 de diciembre, la dulce y adorable compañerita de mi vida volvió a casa herida ya por el terrible bacilo de la fiebre tifoidea. El lunes empezó a sentirse mal; el jueves 21, se encamó definitivamente y comenzó su calvario, hasta el 3 de enero, en que perdida la lucidez, fue cayendo apaciblemente recostada sobre el almohadón blandísimo de la inconsciencia, en el sueño insondable de la muerte. Yo la velé todas las noches, con excepción de algunos ratos de imprescindible pero inquieto reposo, que quizá no sumaron en las veintiuna jornadas el espacio de diez horas. Mis días se pasaban en la oscuridad de la alcoba, al lado del lecho, espiando su respiración, aguzando mis ojos para ver los suyos, entrecerrados apenas o abiertos en la sombra. Esta perenne y angustiosa vigilia solo alternaba con un tormento indecible; el de ir tarde por la tarde a mis quehaceres a despachar, imprescindiblemente, los múltiples asuntos de mi incumbencia. Como aquel nuestro cariño inmenso no estaba sancionado por ninguna ley; como ningún sacerdote nos había recitado maquinalmente, uniendo nuestras manos, algunas frases latinas; como ningún juez civil nos había gangueado algunos artículos del código, no teníamos el derecho de amarnos a la luz del día, y nos habíamos amado en la penumbra de un sigilo y de una intimidad tales, que casi nadie en el mundo sabía de nuestro secreto. Aparentemente yo vivía solo, y muy raro debió de ser el amigo cuya perspicacia adivinara, al visitarme,, que allí, a dos pasos de él, latía por mí solo, el corazón más noble, más desinteresado y más afectuoso de la tierra. Pocas veces, muy pocas, salíamos juntos, evitando las arterias febriles de las metrópolis, donde mi relativa popularidad podía prepararme sorpresas. En cambio, en ciertos viajes nos desquitábamos ampliamente, y, brazo con brazo, enredadas las diestras con una ternura que tenía mucho de fraternal, nos dedicábamos a ese flaneo deleitable de París, de Londres, de Bruselas, buscando el bibelot gracioso, deteniéndonos ante el deslumbramiento de los escaparates, refugiándonos en los íntimos y perfumados rincones de los restaurants, donde dos gourmets de buena cepa, como nosotros, compensaban tantas acritudes de la vida… Pero tal persistente secreto fue mi tortura persistente también, y en los días de la enfermedad de mi Ana está tortura llegó a su máximun. A las tres de la tarde, a las tres y media a lo sumo, era preciso dejar a la idolatrada enferma y partir. Eran días aquellos de un trabajo incesante. Tenía yo entre manos innumerables asuntos diversos. Acudían, además, las visitas a todas horas. Y mientras el amor de mis amores se agitaba presa de la fiebre en su lecho, yo, a tres kilómetros de mi casa, hacía sumas, multiplicaciones y divisiones, redactaba notas, sonreía a los diversos visitantes, respondía a consultas de toda índole e inventaba todos los días una nueva mentira para escapar a las invitaciones, para despistar la curiosidad en acecho de los íntimos, sustraerme a su torturadora compañía y correr, volar entre la multitud atareada, entre el enmadejamiento de tranvías y automóviles, a mi habitación, subir con ansías de muerte las escaleras, llamar discretamente para que el sonido brusco de la campanilla no alarmase a mi doliente idolatrada, y preguntar con voz temblorosa a quien abría: - ¿Cómo sigue? ¿Cómo sigue?


El 31 de agosto de 1901 Amado Nervo conoció en París, en una calle del Barrio Latino, a Ana Cecilia Luisa Dailliez, quien se convertiría en el amor de su vida. De hecho, esta mujer se convirtió en su amor secreto, su musa enjaulada. Así lo confirma el hecho de que, al ser nombrado segundo secretario de la embajada de México en Madrid, Nervo se instaló con Ana Cecilia en el piso segundo izquierdo del número 15 de la madrileña calle de Bailén, donde ni los porteros de la casa supieron de la existencia de aquella mujer. El 17 de diciembre de 1911, Ana Cecilia contrajo una fiebre tifoidea que le provocó una lenta agonía, también secreta, ya que Nervo la atendió a escondidas, hasta la noche del 7 de enero de 1912 en que murió su musa. La amada inmóvil es el poemario que nació esa noche en que Nervo veló en soledad el cadáver de quien fue su amada. El poeta tenía 41 años.

A los 13 años, cuando la lectura se convirtió en un vicio, una huída, un refugio, un consuelo, ese salvavidas por el que clama la adolescencia, mi madre me condujo a tres poetas "aptos para todos los públicos": Rabindranath Tagore, Gustavo Adolfo Bécker y Amado Nervo. Ellos me enseñaron a amar la poesía, de los tres aprendí poemas de memoria, que aún recuerdo. Los tres me recuerdan a mi madre.

Recuerdo mi fascinación por los versos de Nervo, ese desgarro amoroso daba la medida de mis ensoñaciones. Mucho más tarde conocí las circustancias de su vida. Amores ilícitos, pasiones ocultas, puro romanticismo.

2 comentarios:

  1. "La amada inmóvil" fue el primer libro de poesía que leí por iniciativa propia, antes no gustaba mucho de la poesía. Ese libro se lo leí a mi madre que murió hace siete años y cada vez que lo leo, también me recuerda a ella. Mi libro de poemas favorito desde entonces hasta siempre.

    ResponderEliminar
  2. Mi madre me llamó Ana Cecilia por los versos de Amado Nervo a su amada. Me emociona saber que eligió mi nombre de ésa manera cuando era adolescente y soñaba con ser madre

    ResponderEliminar